…a mi padre.

Al tocar con la mano, el pasto desprendía agua, la cancha estaba un poco húmeda, de hecho, el encuentro había sido suspendido por la lluvia el día anterior, sin embargo igual la gente acudió en masa. Los pendex chicos de la mano de los adultos con sus cintillos multicolores, banderas para los de la barra, poleras estampadas para los canosos, de esas que llevan el rostro deformado por el estampe hippie o por la panza del portador, en fin, cuando setenta mil personas llenan un estadio, la vitrina social es demasiado grande y variada.

Los once ya vestíamos el equipo blanco, albo, como siempre soñó mi padre, como sueñan los padres cuando ven a su hijo agarrar una pelota en la pichanga del barrio. Hacía mucho frío así es que comenzamos el calentamiento, ahí debajo del estadio, en los camerinos, en donde está esa especie de pasto que es artificial. Desde ahí se escuchaba el sonido del mar, o el rugir de la gente, eufórica , tratando de precipitar con sus cantos unísonos de oscuro y raspado timbre el puntapié inicial del encuentro.

Nunca había sentido la responsabilidad de no fallar, preparé mi cuerpo como siempre, llevaba un par de años de oficio, conocía mis presas, y como capitán, sabía que respondería a cualquier inconveniente.

Por radio nos indican que todo está listo para iniciar el encuentro, subimos a la cancha trotando por la escalinata, el público cada vez más cerca, nosotros cada vez más concentrados.

Abrazo a mi equipo en un último instante de concentración, con ojos grandes los miro con gesto de: “Arriba, a ganar”. Algo ocurrió, se apagaron las luces del estadio y por un momento la gente prendió en el acto, papeles y encendedores, lo que otrora se escuchaba como mar, se convertía ahora en un extraño agujero del cielo en la tierra. Extrañamente no escuché el silbato de partida, las voces de la gente vitoreando el inicio apañaron otros sonidos, se encendieron las luces y se inicia el encuentro. Mi equipo toma la delantera, comienza avanzando como águila rasante, uno, dos, tres, el objetivo al frente, y yo observaba desde el lateral izquierdo, todos bajan, para volver a subir, sólidos, amplios, barriendo de un lado al otro, en el aire las vibraciones me llegaban convertidas en música, que hacía balancear mi cuerpo de un lado al otro, atento a mi entrada, atento al momento clave, para el cual me había preparado tanto tiempo. Y vi el espacio, y mi equipo me dio el pase, sin dudar arremetí en línea recta, y a mi entrada el estadio rugió, las setenta mil personas rugieron, y yo vestía de blanco y esas bocas fueron una, la tierra gritando al cielo con tanta energía contenida que en cierto momento me desconcerté, tuve un traspié, pero ya nada podía evitar mi decisión y certeza en el campo, me sentí enarbolando la bandera, mis brazos conectados con el último grito de la galería, corrí, salté, me deslicé, rodé y mi equipo detrás, comunicándonos con cada gesto de aquella danza.

Vestía de blanco, en el Estadio Nacional, nunca di un pase, nunca hice un gol, nunca jugué a la pelota, pero estaba ahí, en ese encuentro al Che, el primero, luego de la dictadura, y tal vez el último, hice lo que sé hacer, bailé, era el que llevaba la bandera chilena, era el que arremetía con zapateos y ondeos, respondiendo al diálogo coreográfico del resto del equipo, las bailarinas, y el estadio rugió como siempre soñó mi padre, como sueñan los padres cuando ven a su hijo agarrar una bandera.


En septiembre del año 1997 en el marco del homenaje, “Por Siempre Che…30 años”, se estrena “Cai Cai Vilú”, en el Estadio Nacional con música de Víctor Jara y coreografía de Patricio Bunster.
Este escrito está motivado por una crónica de Pedro Lemebel. Santiago, 1999.