Vivencias, memoria y presente, 1997 a 2017

Montaje Wetripantu, Escuela Chinchintirapie, Marcha de los Pueblos Originarios, Santiago, 2013
Cuando comenzó el año 1991 tenia 18 años, esta época denominada transición cultural, la viví siendo estudiante de Trabajo social y simultáneamente a ese camino, me iniciaba como aprendiz de múltiples danzas en el Centro de danza Espiral, dirigido por Joan Turner y Patricio Bunster. Cada uno de ellos tremendos artistas y maestros de importantísima trayectoria en la cultura Chilena. Ambos habían vuelto a Chile ya hace un par de años atrás, después del exilio, con el anhelo de derrocar la Dictadura, y naturalmente el arte de la danza era una de sus herramientas. Durante este año por primera vez tomo una clase de Danza Afro, impartida por Verónica Varas en el Espiral, en una época donde no existían más de dos profesoras que daban este tipo de danzas en todo Santiago, de estas clases de afro no salí hasta 1997.
Durante este ciclo de múltiples aprendizajes y oportunidades, se fue reafirmando en mi la importancia del desarrollo integral del ser humano, del derecho al arte, junto con la constatación diaria de conocer contextos de desigualdad social como estudiante de Trabajo social. Por este camino llegué el año 1994 al municipio a realizar prácticas profesionales de desarrollo comunitario a la Población El Rodeo, a orillas de los cerros de la Pincoya. Durante esta experiencia sentí la natural resistencia de algunos pobladores por estar en la administración pública, y a su vez fui testigo y me involucré del trabajo de múltiples artistas locales, animadores culturales del territorio, muchas personas de gran conciencia social y política, que trabajaban por contrarrestar los impactos de la pobreza y también de todos los coletazos de la dictadura. Era una joven de 23 años que sin duda agradecía ver la convicción y amor de esos pobladores por el trabajo comunitario que levantaban.
Simultáneamente en este periodo en Santiago ya se estaban generando nuevos espacios culturales, que respondían a un nuevo ambiente de apertura cultural. En 1992 se había creado la Corporación Cultural Balmaceda 1215, y en 1994 se realizó allí el primer taller de batucadas en Chile, impartido por Joe Vasconcellos. A este taller acuden un grupo de estudiantes de música, que prontamente adoptan las técnicas de la batucada, arman la propia, y comienzan a dar talleres.
Los tambores salen a la calle… se inicia el llamado para danzar
Y así fue que en 1996 se arma una batucada en la Pincoya. En este año también conozco una murga callejera, de nombre La Ventana ; yo aún no conocía la murga uruguaya; esta murga hacía música nortina y como a mi me gustaba el baile, tuve la posibilidad de danzar con ellos por primera vez en la calle a ritmo de Morenada; tampoco sabía la historia de la morenada, solo sabía que me hacía feliz recorrer las calles de la Pincoya bailando. Es en este compartir el arte y el deseo de hacer cosas en la Pincoya que observo, por primera vez en Santiago, una Batucada, conformada por más de 50 personas, hombres y mujeres con cascos de obreros y overoles. En esa iniciativa participaban varias agrupaciones como Cerro Negro y Kurumapu. Esta fuerza me impactó, pues veía a jóvenes empoderados haciendo cultura popular y callejera, en una población marginal y combativa. Como yo hacía danza afro hace ya varios años, comencé a compartir lo que sabía con algunas chicas de la población, que se ligaban con el impacto de los tambores. El año 1997, promovido por la Agrupación Cerro Negro estuve en el primer carnaval de la Pincoya, año que coincidió con mi inicio de estudios formales en la escuela de danza, y mi primer año formal de profesora de Danza Afro. El ser parte de este Carnaval fue fundamental pues me emocionaba ver niños, señoras, jóvenes, danzando, jugando , haciendo música, todos motivados creando algo nuevo como este carnaval urbano y poblacional, un pasacalle lleno de colores y vitalidad.
Al año siguiente viajé a Arica por primera vez en la vida, y como ya tenía el bichito del carnaval, cuando supe que se hacía el carnaval de Azapa, me fui para allá solita y feliz. También fue una experiencia impactante, pues era mi primer carnaval andino, donde la expresión intercultural era evidente y hermosa, escuchar las Tarkas, las bandas de bronces, los bailes andinos y los juegos carnavaleros de harina y agua, fue otro despertar. En esa oportunidad seguí a unos Caporales, que finalmente me invitaron a su convite, donde conocí la tradición del abuelo Carnavalón. Yo, una joven del centro de Chile, nunca había experimentado esto y de verdad me fui muy agradecida de la alegría y reciprocidad vivida.
Así llegaba al final de los 90, todos los hitos mencionados hicieron que los años posteriores me mantuviera ligada al movimiento afro y batuquero por bastante tiempo. El año 1998 nacía la primera escuela de samba, llamada Kawin, después en 1999 la Sirigidum y la Pacha Batu. Ese mismo año se creaba el Carnaval de los Mil tambores y la Capoeira tenía sus primeros aprendices en Chile, que ya hacían presencia en algunos carnavales de Santiago. Estos espacios convocaban a nuevas personas a hacer danza desde el soporte del tejido social, saliendo de las lógicas tradicionales de aprendizaje de un baile en una academia y presentación de un escenario. El bailar en la calle por más de dos horas seguidas, en recorridos que permiten habitar sensiblemente un territorio, junto a un contexto de significación colectiva pues hay un sentido de celebración, comenzaba a generar una nueva identidad de danzantes, surgían los bailarines de carnavales en Santiago.
Fue así como continué colaborando en el Carnaval de la Pincoya, mediante el traspaso y creación de danzas inspiradas en la cultura afro brasileña, vínculo que me dio la oportunidad de dirigir la comparsa de bailarines de la Pincoya por tres años 1999, 2000 y 2003. Durante ese periodo también comencé a invitar a mis estudiantes del Taller Afro FECH que hacia por esos años (1998 al 2003), a que fuéramos a improvisar a la Pincoya y desde el año 2001 a los Mil tambores, nos poníamos de acuerdo con alguna ropa, y nos íbamos a danzar libres y gozosos por las calles. Progresivamente veía como más personas y danzarines se involucraban en esta experiencia de danzar por las calles con libertad y convicción.
En ese tiempo también era conocido el Carnaval de San Antonio de Padua, pues era el único carnaval de barrio en el centro de Santiago. El año 2000 fui por primera vez como espectadora, era su octava versión. El primero había sido en 1992. Ahí vi por primera vez danzas andinas ejecutadas en pasacalle carnavalero, como Caporales o Tobas, junto a comparsas de estilo carioca.
Durante este periodo, como profesora de afro, me pidieron si podía dar clases al cuerpo de baile de la Batucada Pachabatu. Se juntaban en el Quinta Normal, fue una gran impresión al ver que habían más de 100 batuqueros , y no más de 20 bailarinas. Yo quería que inventáramos pasos con los ritmos batuqueros, fusionados con los pasos de afro que yo había estudiado, pero válidamente las chicas querían aprender a bailar samba y ojalá con una brasileña. Sólo participé en un carnaval en el Parque O´Higgins, que tampoco olvidaré, pues se hacia canciones al estilo brasileño, pero con temáticas de contingencia local.
El año 2000, con financiamiento de la FECH, hicimos un proyecto con una percusionista, que había estado en los primeros Talleres de batucada de Balmaceda 1215, proyectos que le llamamos Comparsa comunitaria. En este proyecto participaron estudiantes de la Universidad de Chile, y se trató de hacer cueca, cumbia y algunos ritmos propios con batucada, e inventar coreografías. Fue un espacio de experimentación e hibridez, que fue estrenado por el paseo peatonal de Estado y Ahumada en Santiago Centro.
Durante todo este tiempo seguía conectada con el Carnaval de la Pincoya, pues hice talleres de danza en Huechuraba e iba a improvisar al carnaval. Llegaba el año 2003, y comencé a cuestionarme el porque hacia danza afro, más allá del gusto, me preguntaba cuál era la pertinencia cultural de esta expresión en mi territorio. Sin duda me parecía importante el movimiento de batucada, pues la oportunidad de cohesionar a personas en los espacios populares, pero a su vez me percataba que las personas en general no prendían con el ritmo para danzar colectivamente, no era algo propio de la cultura, si no que estamos en un proceso inicial de apropiación.
Desde esa inquietud, el año 2003, ya egresada de la carrera de Licenciatura en Danza conversé con el maestro Patricio Bunster sobre mi deseo de profundizar en los bailes de comparsa, en la manifestación de la danza colectiva en la calle, del potencial social y político que veía en el Carnaval. Patricio fue muy receptivo a lo que le exponía, y me motivó a seguir investigando este camino, compartiendo su mirada particular de las expresiones de las artes populares, y en especial el de la danza. Fue así que me señaló que tenía que ir a la Fiesta de la Tirana, para tener más antecedentes en mi búsqueda. Ese año 2003 se me permitió ser ayudante de Juana Millar en el viaje de estudios que hacía la escuela de danza de la UAHC, en el ramo de folclor. Ir a la Fiesta religiosa de la Tirana, fue una nueva revelación de cultura popular y festiva del Norte Grande. Sabía que no era Carnaval, pues había ley seca, y habían misas constantemente, muy distinto a lo que había vivido en Carnaval de Azapa. Ver los bailes religiosos, compartir con personas que vivían la Fiesta desde hace ya varios años, me permitió reconocer y comprender mejor el peso de la tradición, la fuerza de la creatividad popular reflejada en diversidad de danzas y músicas. Todas estas experiencias me seguían hablando de un pueblo vivo, movido por su fe y convicción. La ritualidad, el oficio de los danzantes, músicos, la entrega de las familias y el esfuerzo comunitario para sostener tan intensa y larga Fiesta, fue una inspiración más para seguir pensando en nuestra cultura. En febrero del 2004 también tuve la oportunidad de vivenciar el Carnaval en Salvador de Bahia, Brasil. Observar su tradiciones danzarias y musicales, sincretismos, arte popular, institucionalidad y masividad, fue otro referente para comprender la fiesta y carnaval como expresión humana.
Al regreso de estos viajes, sentí que seguir improvisando para ir a los Carnavales, era valioso, sin embargo había que darle más consistencia al hecho para que finalmente se convirtiera en una práctica con soporte comunitario y con el sueño que algún día dicha práctica se convirtiera en una tradición, que se pudiera traspasar de generación en generación en el territorio de Santiago.
La Comparsa carnavalera, comprometiéndose con un hacer
El año 2004, después de muchos años de andar carnavaleando en las calles, tomo la decisión de convocar abiertamente entre mis redes para crear una comparsa carnavalera, que generara un repertorio para el Carnaval de la Pincoya, Mil Tambores y la Marcha de los pueblos Originarios. Las razones eran claras, darle oficio a este trabajo, generar rito-rutina, junto a la necesidad de fortalecer un espacio de creación comunitaria de arte popular, pues eso había visto en la Pincoya, en Azapa, en la Tirana, y en Bahia. En este tiempo ya estaba instalada en mí, la expectativa y necesidad de hacer coreografías grupales con ritmos festivos que había bailado desde niña en las fiestas familiares, la cueca y la cumbia tenían que estar en este proceso de creación.
A la convocatoria de danzantes llegaron estudiantes de los Talleres de afro que hacia en la Universidad de Chile y también danzantes de la Pincoya. En la música, llegaron amigos y algunos novios de las bailarinas que se interesaron en ser parte de este proyecto. Habían percusionistas aficionados y otros con mayor experiencia. En este momento se involucró Juan José Lazcano, el “Jota”, que ya era mi compañero hace 4 años. Los instrumentos que teníamos eran los que estaban en sintonía con el momento, zurdos, yembé, timba, agogó, caja, afoche. Nos juntamos por dos años los domingos en la tarde en la explanada inicial del Parque Bustamante, donde esta la estatua del Manuel Rodríguez, y en los inviernos en un espacio facilitado por la Fech.
Así iniciamos una organización colectiva que siempre le llamamos “La Comparsa”, sólo una vez, después del carnaval de los Mil tambores del 2004, comiendo entre todos una gran chorrillana porteña, uno de los integrantes dio la idea de que nos llamáramos “pan comparsa”, nos reímos pues de alguna manera interpretaba la mezcla y la rareza de la propuesta. Habíamos iniciado un camino de creación y asociatividad, con el fin de ir encontrando códigos de identidad carnavalera, que tenía el propósito de ir aprendiendo desde la experiencia, y desarrollar colaborativamente el soporte material y los recursos expresivos, para canalizar la necesidad de prepararnos para los carnavales. Hicimos cuatro propuestas dancístico –musicales diferentes que se iban sucediendo una a otra a través de la interpretación de las siguientes expresiones: Danza afro de orixas de agua, Danza de Huayno, Cueca carnavalera, Danza afro de orixas de fuego – tierra. Al final del proceso comenzamos a montar de manera cantada, la cumbia La temporera y Daniela. A esta propuesta le llamé Carnaval Mestizo. Usábamos un vestuario que se adaptaba de manera abstracta a cada ritmo. Ese año también invite a una amiga bailarina, Viviana González, a que pudiera ser figurín de la comparsa, necesitábamos tener una personaje enmascarado que interactuará con las personas que nos veían bailar por las calles. Ella aceptó alegremente.
A fines del año 2004, con la motivación de darle constancia a la práctica carnavalera, asumiendo su potencial educativo desde una perspectiva integral, y la posibilidad de ahondar en la identidad musical y danzaria ligado a un territorio y a una historia sociocultural común, formulo un proyecto que llamé Escuela carnaval mestizo, para presentarlo a un fondo estatal. Esta fue la primera vez que sistematizaba las ideas en un papel, fundamentaba una necesidad y proyectaba una organización. Sin duda, tenia la necesidad de formarme en contenidos que la academia no me había dado con la profundidad esperada: La cueca, la cumbia, los oficios del carnaval, ya acuñada la idea de la práctica y la cultura carnavalera. Se inició el año 2005, y comenzamos a trabajar en marzo, no nos adjudicamos el proyecto, pero seguimos creciendo, de 15 personas que éramos el 2004, al año siguiente la duplicamos siendo 30.
Yo tenía la idea de hacer escuela para los carnavales, el concepto se recogía por el referente de la escuela de samba, y así seguíamos pensando en nuestra identidad festiva y musical junto a mi compañero Juan José.
Fue en este transitar que, en la víspera del 18 de septiembre del 2005, estando junto a mi compañero Juan en la plaza de armas de Santiago, vimos a una familia de chinchineros trabajando: un hombre, un niño de seis años aproximadamente y una organillera. Mientras admirábamos sus talentos, se acercaron dos carabineros para que dejaran de tocar, el corte fue abrupto. Esta situación nos indignó profundamente. Nos acercamos a los pacos para reclamarles por la situación y manifestarles a su vez toda la solidaridad a la familia. A los pacos les dijimos abiertamente que considerábamos injusto y prepotente el hecho, que era inusual que les impidieran trabajar, siendo que el oficio del Chinchin era y es una expresión popular y tradicional de nuestra cultura, más encima en un clima ya festivo como era la víspera del 18. Naturalmente los pacos, sólo tenían en su cabeza resguardar el orden público y esa manifestación hacía que se aglutinara gente y generaba desorden. La familia resignada nos dice que no sigamos reclamando, que la situación es así, que no hay nada que hacer. A nosotros nos dio mucha impotencia, les volvimos a manifestar el valor de su oficio y nos despedimos. A los minutos de nuestro andar y conversando de la situación con el Jota, llegamos a la conclusión que ese bello tambor que era el chinchin, había que rescatarlo y promoverlo, que era un tambor con identidad propia. Fue ahí donde se nos prendió la ampolleta, y pensamos en una escuela carnavalera donde se enseñara el chinchin, como tambor de base, y con el desafío de que quién lo tocá es un músico danzante.
Danzando con la Escuela Carnavalera Chinchintirapié, 2006 al 2017

Chinchintirapié, Carnaval de la Challa 2008
Después de 9 años de baile carnavalero ligado al afro, fui observando como progresivamente se sumaban nuevas fuerzas al movimiento de Santiago, ya comenzaban a presenciarse la danza de Tinku y se reafirmaba la proliferación de batucadas por varios territorios. Fue así que desde el año 2006 soy gestora y fundadora junto a otros, de la Escuela carnavalera Chinchintirapié, la cual tiene como tambor base en su montaje de carnaval el bombo chinchinero, tambor que nos permite diferenciarnos de las batucadas. Desde ese tiempo hasta hoy he estado vinculada a la formación de bailarines para el carnaval y a la creación desde el lenguaje de la danza, con el fin de potenciar el movimiento en comunidad desde la expresión carnavalera. La base de este lenguaje ha sido el reconocimiento de nuestros gustos danzarios mestizos y populares, resignificando ritmos que hemos bailado en Fiestas de año nuevo, en el dieciocho de septiembre, así aparece en la calle la cueca, la cumbia y la ranchera en formato de comparsa. También hemos danzado ritmos base del tambor chinchinero, como el vals, foxtrot, baión, donde rescatamos melodías antiguas. Nos hemos dado la posibilidad de bailar músicas que escuchamos por décadas, reactualizando jolgorios, generando unión y comunidad mediante el paso común y la creación colectiva en torno a la danza. Todo esto ha permitido ir fortaleciendo procesos identitarios a partir de la hibridez y mestizaje de nuestra cultura, en la cual se expresa la diversidad del repertorio de bailes en la fiesta chilena. En toda esta ruta he sido coreógrafa, como también facilitadora de coreografías colectivas, aprendizaje que potencia valores de convivencia, libertad y que me reafirma el derecho a sentir que todos podemos ser creadores y danzantes cuando hay necesidad y convicción.
Ser bailarín carnavalero en Santiago, en el siglo XXI, es ser parte de un movimiento relativamente nuevo y creciente en la cultura centrina y popular de Chile. Ya han pasado 20 de años (1997-2017) en el cual he visto como se han ido ampliando la diversidad de danzantes de manera significativa en las calles de Santiago. En el año 2006, una veía samba, afro mandigue, tinkus, posteriormente se fueron sumando a más espacios las danzas de huaynos, Caporales, Tobas, Morenedas, y ahora en el 2017, podemos contemplar Danzas Gitanas, Cumbiambas (comparsas de cumbia), danzas afroperuanas, madres que danzan con sus bebes en brazos, Tinkunazos y mixturas nuevas. Las calles florecen de bailarines que escogen este escenario para expresar su derecho al arte, a sentir, a expresar y resistir un modelo que atomiza en el juego del consumismo, la individualidad y los valores del capitalismo descarnado.
Todos estas comparsas asisten a diversos carnavales que son convocados por comunidades territoriales los cuales nos invitan a danzar, a carnavalear con diferentes sentidos tales como el: Carnaval de Wetripantu –Intiraymi; Carnaval de aniversarios Poblacionales; Mil tambores en Valparaíso, Carnaval por la Tierra en Cartagena; la llegada de la primavera y el verano en la población la Legua, La Pincoya; el carnaval de la Challa en enero, entre tantas convocatorias que existen.
En fin, ser bailarín carnavalero implica asumir una convivencia social y práctica danzaria inclusiva por excelencia, pues todos pueden bailar. Nuestra danza se basa en la construcción de comunidad, una aventura que permite reafirmar sentidos rituales y políticos, fundamentos que nos hacen bailar en diversos contextos y lugares. Implica vivir y reconocer las memorias de las personas en sus cuerpos, sus calles y territorios. Es vivir la experiencia de bailar en pasajes chicos, calles grandes, caminos de tierra, con adoquines, con hoyos, en día de sol intenso, o fríos caladores. Significa en mí ofrendar la danza y el rito del carnavalear en comunidad a la comunidad. Es reciprocidad danzada, experiencia emancipadora en una sociedad enfocada a la producción y especialización, y no en la liberación del ser humano en su integralidad, junto a otros y con otros. Ser bailarín carnavalero, es reconocer la danza como un mecanismo de transformación cultural y puente para promover mayor tejido social, implica empoderarse del propio cuerpo desde el colectivo, despertando memorias ancestrales, mestizas y contemporáneas.